Verde Prato, dulce rebelde
Texto: Manuela Estel / Fotos y videos: Verde Prato
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Con su proyecto Verde Prato, Ana Arsuaga ha creado un universo musical singular e inclasificable, que la ha llevado a recorrer toda Europa.
En ese instante, resurgió en su memoria una imagen: en las paredes de la casa familiar en Tolosa siempre había colgado un cartel antiguo, de una obra llamada Verde Prato, creada por su madre cuando Ana aún era niña. Sin pensarlo dos veces, Ana tomó el seudónimo y se lanzó de inmediato a componer tres canciones.
Seis años después, ‘Neskaren Kanta’, la canción improvisada para aquella noche, ha acumulado casi dos millones de reproducciones en Spotify y el nombre ‘Verde Prato’ resuena en salas de concierto y festivales por toda Europa.
Esa es, en esencia, la paradoja de Verde Prato: una música nacida desde la discreción, pero impulsada por una voz imposible de ignorar. Un proyecto sin igual, tan íntimo como universal en sus raíces.

Definir el estilo musical de Verde Prato nos llevaría demasiado tiempo. Ella tampoco lo sabe con certeza; después de dudar y esbozar una sonrisa, lo resume así: ecléctico. ¿Y cómo no? Ana Arsuaga creció en el eclecticismo.
Su madre era profesora de teatro. Su padre, pintor de casas. Este último le transmitió la afición por los libros y la música. Sin embargo, fueron sus tías, pianistas, quienes, desde muy joven, la sentaron frente al teclado. En la casa de los Arsuaga, los mil colores del arte se manifiestan constantemente y en todas sus formas.
Desde pequeña, Ana ya se sentía diferente. Devoraba libros, prefería las películas en su versión original y cada vez estaba más alejada de los gustos de sus amigas y amigos. “Tolosa es pequeña. Es fácil sentirse fuera de lo común. Me entraron ganas de irme, de ver algo diferente.” El arte se convirtió primero en su refugio; y pronto, en camino.
Tras el bachillerato, estudió Bellas Artes en Bilbao, y en esa época, junto con dos amigas formó Serpiente, un trío libre y ruidoso. “Disfrutamos mucho creando música, el resultado nos daba igual.” El grupo exploraba una versión muy personal del post-punk, bebiendo de Jayne Casey, Cate Le Bon y Siouxie and the Banshees. “Ser un grupo de chicas lo cambiaba todo. No había expectativas. Ni objetivo concreto. Solo ganas de crear.”
El artista Jon Mantxi la vio en un concierto de Serpiente y la invitó a tocar en solitario. Así nació Verde Prato. Con las tres canciones que interpretó aquella noche, sentó las bases de un universo singular y diverso: ‘Neskaren Kanta’, un reguetón espectral; ‘Mutilaren Kanta’, un encantador conjuro; y ‘Galtzaundi’, una canción popular tamizada por el filtro de la electrónica minimalista. Las invitaciones no tardaron en llegar y comenzó a tocar con regularidad. No paró de dar conciertos: de Tolosa a Praga, y de las Azores a Londres. Y, casi sin darse cuenta, Ana Arsuaga llevó consigo a Verde Prato —¡y el euskera!— a todos esos rincones.
«Más tarde, su madre le contaría que Verde Prato era el título de un cuento de Giambattista Basile, en el que la princesa salva al príncipe.»

Sobre el escenario, una obra completa y reivindicativa
Más tarde, su madre le contaría que Verde Prato era el título de un cuento de Giambattista Basile, en el que la princesa salva al príncipe. Difícil dar con algo mejor: desde el inicio, Ana trazaba su propio camino. Su radical propuesta mezcla aguas de distintas fuentes: el bertsolarismo, el canto litúrgico y la performance contemporánea.
Cuando empezó, una nueva ola artística sacudía ya el País Vasco, y ella también bebió copiosamente de esa corriente. Cita especialmente a Mursego: “Tocaba el violonchelo, hacía bucles, añadía electrónica… Era muy potente, innovadora, me marcó.” En su grupo, Serpiente, todo estaba permitido. Así que, ¿por qué no dar rienda a esa pulsión experimental? “Pensé: si tengo ganas de hacer reguetón, lo haré. Si me gusta el flamenco, lo meteré en una canción.”
El hilo rojo de Verde Prato es el minimalismo. Sube sola al escenario, sin adornos ni acompañantes, e impone una presencia magnética. Un teclado, un looper y una voz desnuda que juega con los espacios extremos. Casi nada —y, al mismo tiempo, todo un mundo.
Su creatividad es innata, casi orgánica. Pero no deja nada al azar, ni siquiera el vestuario. Ana trabaja con una amiga diseñadora de moda para crear siluetas sorprendentes. “No quiero que se vea solo a una chica cantando. Quiero que el público sienta un proyecto completo. Algo teatral, estético. Casi plástico.”
También lleva al escenario una reivindicación política y feminista. “Soy mujer, compongo sola, subo sola al escenario. Como espectadora, yo también quería ver eso». Cantar en euskera no fue una decisión tan meditada al principio. Le resultaba natural escribir en la lengua materna. “¡Pero ver a gente bailando en toda Europa al son de mi lengua es un sueño hecho realidad! Ahora, esa elección tiene un peso enorme para mí.”
Verde Prato ha grabado su último disco, “Bizitza Eztia”, en Roma, junto al productor Donato Dozzy, una figura clave de la electrónica minimalista. A la sombra de Italia, parte de sus propias vivencias para explorar una idea muy personal de la dolce vita.
“Pero esa dulzura tiene que estar al alcance de todo el mundo. Si no, no es una verdadera dolce vita.” Porque detrás de la delicadeza electrónica emergen temas de mayor peso: la necesidad de un mundo más inclusivo, la libertad, el feminismo, la presión social que recae sobre las mujeres.
Este último disco encarna plenamente las tres palabras con las que Ana Arsuaga ha conseguido, por fin, definirse: “Chica. Dulce. Radical.”

